>  Escaparate

Descubre más información
sobre nuestros productos en:

> ADIÓS, VOLCÁN / GOODBYE, VOLCANO

 

Adiós, volcán

Durante veinte años la busqué en sus escenarios habituales y desde que la encontré en el diminuto backstage de la madrileña Sala Caracol llevo otros veinte años despidiéndome de ella, hasta esta larguísima despedida, bajo el sol abrasivo del agosto madrileño.
Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una catedral en la que cabíamos todos y de la que se salía reconciliado con los propios errores, y dispuesto a seguir cometiéndolos, a intentarlo de nuevo.
El gran escritor Carlos Monsiváis dijo “Chavela Vargas ha sabido expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues”. Según el mismo escritor, al prescindir del mariachi Chavela eliminó el carácter festivo de las rancheras, mostrando en toda su desnudez el dolor y la derrota de sus letras. En el caso de “Piensa en mí”, (eso lo digo yo) una especie de danzón de Agustín Lara, Chavela cambió hasta tal punto el compás original que de una canción pizpireta y bailable se convirtió en un fado o una nana dolorida.
Ningún ser vivo cantó con el debido desgarro al genial José Alfredo Jiménez como lo hizo Chavela. “Y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira. Les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca (YO NUNCA, cantaba ella) he llorado”. Chavela creó con el énfasis de los finales de sus canciones un nuevo género que debería llevar su nombre. Las canciones de José Alfredo nacen en los márgenes de la sociedad y hablan de derrotas y abandonos, Chavela añadía una amargura irónica que se sobreponía a la hipocresía del mundo que le había tocado vivir y al que le cantó siempre desafiante. Se regodeaba en los finales, convertía el lamento en himno, te escupía el final a la cara. Como espectador era una experiencia que me desbordaba, uno no está acostrumbrado a que te pongan un espejo tan cerca de los ojos, el desgarro con tirón final, literalmente me desgarraba. No exagero. Supongo que habrá alguien por ahí que le pasara lo mismo que a mí.
En su segunda vida, cuando ya tenía más de setenta años, el tiempo y Chavela caminaron de la mano, en España encontró una complicidad que Méjico le negó. Y en el seno de esta complicidad Chavela alcanzó una plenitud serena, sus canciones ganaron en dulzura, y desarrolló todo el amor que también anidaba en su repertorio. “Oye, quiero la estrella de eterno fulgor, quiero la copa más fina de cristal para brindar la noche de mi amor. Quiero la alegría de un barco volviendo, y mil campanas de gloria tañendo para brindar la noche de mi amor.” A lo largo de los años noventa y parte de este siglo, Chavela vivió esta noche de amor, eterna y feliz con nuestro país, y como cada espectador, siento que esa noche de amor la vivió exclusivamente conmigo. Chavela te cantaba solo a ti, al oído, y cuando el torrente de su voz fue menos potente, (no hablo de declive, ella no lo conoció, hizo y cantó lo que quiso y como quiso) Chavela se volvió más íntima. Las mejores versiones de “La llorona” las interpretó en sus últimos conciertos. Abordaba la canción con un murmullo, y en ese tono continuaba, recitando palabra por palabra, hasta llegar al épico final. Cantar lo que se dice cantar solo cantaba la última estrofa, de un modo ascendente hasta gritar su última y breve palabra. “Si como te quiero quieres llorona, quieres que te quiera más. Si ya te he dado la vida, llorona, qué más quieres. ¡Quieres MÁS!. Estremecía escuchar la palabra “más” gritada por Chavela.
La presenté en decenas de ciudades, recuerdo cada una de ellas, los minutos previos al concierto en los camerinos, ella había dejado el alcohol y yo el tabaco y en esos instantes éramos como dos síndromes de abstinencia juntos, ella me comentaba lo bien que le vendría una copita de tequila, para calentar la voz, y yo le decía que me comería un paquete de cigarrillos para combatir la ansiedad, y acabábamos riéndonos, cogidos de la mano, besándonos. Nos hemos besado mucho, conozco muy bien su piel.
Los años de apoteosis española hicieron posible que Chavela debutara en el Olympia de París, una gesta que solo había conseguido la gran Lola Beltrán antes que ella. En el patio de butacas tenía a mi lado a Jeanne Moreau, a veces le traducía alguna estrofa de la canción hasta que Moreau me murmuró “no hace falta, Pedro, la entiendo perfectamente” y no porque supiera español.
Y con su deslumbrante actuación en el Olympia parisino consiguió, por fin, abrir las puertas que más férreamente se le habían cerrado, las del Teatro Bellas Artes de Méjico DF, otro de sus sueños. Antes de la presentación en París un periodista mejicano me agradeció mi generosidad con Chavela. Yo le respondí que lo mío no era generosidad, sino egoísmo, recibía mucho más que daba. También le dije que aunque no creía en la generosidad sí creía en la mezquindad, y me refería justamente al país de cuya cultura Chavela era la embajadora más ardiente. Es cierto que desde que empezara a cantar en los años cincuenta en pequeños antros (¡lo que hubiera dado por conocer El Alacrán, donde debutó con la bailarina exótica Tongolele!) Chavela Vargas fue una diosa, pero una diosa marginal. Me contó que nunca se le permitió cantar en televisión o en un teatro. Después del Olympia su situación cambió radicalmente. Aquella noche, la del Bellas Artes del D.F., también tuve el privilegio de presentarla, Chavela había alcanzado otro de sus sueños y fuimos a celebrarlo y a compartirlo con la persona que más lo merecía, José Alfredo Jiménez, en el bar Tenampa de la Plaza de Garibaldi. Sentados debajo de uno de los murales dedicados al inconmensurable José Alfredo bebimos y cantamos hasta el amanecer (ella no, solo bebió agua aunque al día siguiente los diarios locales titulaban en su portada “Chavela vuelve al trago”). Cantamos hasta el delirio todos los que tuvimos la suerte de acompañarla esa noche, pero sobre todo cantó Chavela, con uno de los mariachis que alquilamos para la ocasión. Era la primera vez que la escuchábamos acompañada por la formación original y típica de las rancheras. Y fue un milagro, de los tantos que he vivido a su lado.
En su última visita a Madrid, en una comida íntima con Elena Benarroch, Mariana Gyalui y Fernando Iglesias, tres días antes de su presentación en la Residencia de Estudiantes, Elena le preguntó si nunca olvidaba las letras de sus canciones . Chavela le respondió: “a veces, pero siempre acabo donde debo”. Me tatuaría esa frase en su honor. ¡Cuántas veces la he visto terminar donde debe!. Aquella noche en el indescriptible bar Tenampa, Chavela terminó la noche donde debía, bajo la efigie de su querido compañero de farras José Alfredo, y acompañada de un mariachi. Las canciones que ella desagarró en el pasado, acompañada por dos guitarras, volvieron a sonar lúdicas y festivas, donde y como debía ser. “El último trago” fue aquella noche un delicioso himno a la alegría de haberse bebido todo, de haber amado sin freno y de seguir viva para cantarlo. El abandono se convertía en fiesta.
Hace cuatro años fui a conocer el lugar de Tepoztlán donde vivía, frente a un cerro de nombre impronunciable, el cerro de Chalchitépetl. En esos valles y cerros se rodó “Los siete magníficos”, que a su vez era la versión americana de “Los siete samuráis” de Kurosawa. Chavela me cuenta que la leyenda dice que el cerro abrirá sus puertas cuando llegue el próximo Apocalipsis y solo se salvarán los que acierten a entrar en su seno. Me señaló el lugar concreto de la ladera del cerro donde parecían estar dibujadas dichas puertas.
Circulan muchas leyendas, orgánicas, espirituales, vegetales, siderales, en esta zona de Morelos. Además de los cerros, con más roca que tierra, Chavela también convive con un volcán de nombre rotundo, Popocatépetl. Un volcán vivo, con un pasado de amante humano, rendido ante el cuerpo sin vida de su amada. Tomo nota de los nombres en el mismo momento en que salen de los labios de Chavela y le confieso mis dificultades para la pronunciación de las “ptl” finales. Me comenta que durante una época las mujeres tenían prohibido pronunciar estas letras. ¿Por qué? Por el mero hecho de ser mujeres, me responde. Una de las formas más irracionales (todas lo son) de machismo, en un país que no se avergüenza de ello.
En aquella visita también me dijo “estoy tranquila”, y me lo volvió a repetir en Madrid, en sus labios la palabra tranquila cobra todo su significado, está serena, sin miedo, sin angustias, sin expectativas (o con todas, pero eso no se puede explicar), tranquila. También me dijo “una noche me detendré”, y la palabra “detendré” cayó con peso y a la vez ligera, definitiva y a la vez casual. “Poco a poco”, continuó, “sola, y lo disfrutaré”. Eso dijo.
Adiós Chavela, adiós volcán.
Tu esposo, en este mundo, como te gustaba llamarme,
Pedro Almodóvar
5 de Agosto de 2012

 

 

Goodbye, volcano

For twenty years I looked for her on her usual stages and, ever since I found her in the tiny backstage of the Sala Caracol in Madrid, I’ve been saying goodbye to her for another twenty years, until this very long farewell, under Madrid’s abrasive August sun.
Chavela Vargas turn abandonment and grief into a cathedral in which there was room for everyone and from which you emerged reconciled with your own mistakes, and willing to continue committing them, to try again.
The great writer Carlos Monsiváis said: “Chavela Vargas knew how to express the grief of the rancheras with the radical nakedness of the blues”. According to the same writer, by doing without the mariachi, Chavela eliminated the festive nature of the rancheras, showing in all its rawness the pain and defeat of their words. In the case of “Piensa en mí” (and this is what I say), a kind of danzón by Agustín Lara, Chavela changed the original beat to such an extent that it was transformed from a vivacious song you could dance to into a fado or an aching lullaby.
No living being sang the songs by the brilliant José Alfredo Jiménez with the necessary ferocity like Chavela did. “And if they want to know about my past, I’ll have to tell another lie. I’ll tell them that I came from a strange world, that I don’t know what pain is, that I triumphed in love and that NEVER (I NEVER, she used to sing) HAVE I CRIED”. With the emphasis at the end of her songs, Chavela created a new genre that should bear her name. José Alfredo’s songs were born on the fringes of society and they speak of suffering and abandonment, Chavela added an ironic bitterness that was superimposed on the hypocrisy of the world in which she had lived and to which she always sang defiantly. She took delight in the endings, she transformed the lament into a hymn, she spat the ending into your face. As a spectator, it was an experience that overwhelmed me, one is not used to having a mirror held so close to one’s eyes, the heart rending tone with the final tug literally rent my heart. I’m not exaggerating. I guess there must be someone else out there who went through the same thing as I did.
In her second life, when she was over seventy, time and Chavela walked hand in hand. In Spain she found a support that Mexico denied her. And in the bosom of that support, Chavela achieved a serene plenitude, her songs gained in sweetness, and she developed all the love that also dwelled in her repertoire. “Listen, I want the star that shines eternally, I want the glass of finest crystal to celebrate the night of my love. I want the joy of a returning boat, and a thousand bells of glory pealing to celebrate the night of my love.” Throughout the 90s and part of this century, Chavela lived that night of love, eternal and happy, with our country and, like each spectator, I feel that she lived that night of love exclusively with me. Chavela sang only to you, in your ear, and when the torrent of her voice was less powerful (I’m not talking about a decline, she never experienced that, she did and she sang what she wanted and how she wanted), Chavela became more intimate. She sang the best versions of “La Llorona” [“The Weeping Woman”] in her last concerts. She approached the song in a murmur, and she continued in that tone, reciting word for word, until she reached the epic ending. As far as singing goes, she only sang the last verse, in a rising tone, until she shouted its last, brief word. “Knowing how I love you, weeping woman, you want me to love you more. If I’ve already given you my life, weeping woman, what more do you want? You want MORE!” It made you shudder to hear the word “more” shouted by Chavela.
I introduced her in dozens of cities, I remember each one of them, the minutes prior to the concert in the dressing rooms, she had given up alcohol and I cigarettes, and in those moments we were like two sets of withdrawal symptoms combined. She’d tell me how much good a glass of tequila would do her, to warm her voice, and I’d tell her that I’d eat a pack of cigarettes to deal with my anxiety, and we’d end up laughing, holding hands, kissing. We kissed a lot, I know her skin very well.
The years of Spanish apotheosis made it possible for Chavela to make her debut in the Olympia in Paris, a feat that only the great Lola Beltrán had achieved before her. In the stalls, I was sitting beside Jeanne Moreau. I translated the occasional verse of a song for her until Moreau murmured to me “It’s not necessary, Pedro, I understand her perfectly”, and not because she spoke Spanish.
And with her dazzling performance in the Parisian Olympia, she managed, finally, to open the doors that had been most firmly closed to her, those of the Teatro Bellas Artes in Mexico City, another of her dreams. Before I did the introduction in Paris, a Mexican journalist thanked me for my generosity with Chavela. I told him that it wasn’t generosity, it was selfishness. I was receiving much more than I was giving. I also told him that, even though I didn’t believe in generosity, I did believe in meanness, and I was referring precisely to the country of whose culture Chavela was the most ardent ambassadress. It’s true that even when she started singing in the 50s in seedy little bars (what I would have given to have known El Alacrán, where she made her debut with the exotic dancer Tongolele!), Chavela Vargas was a goddess, but a marginalized goddess. She told me that she was never allowed to sing on television or in a theater. After the Olympia, her situation changed radically. That night, in the Bellas Artes in Mexico City, I again had the privilege of introducing her. Chavaela had realized another of her dreams and we went to celebrate it and to share it with the person who most deserved it, José Alfredo Jiménez, in the Tenampa bar in the Plaza de Garibaldi. Sitting under one of the murals dedicated to the great José Alfredo, we drank and sang till dawn (she didn’t, she only drank water, although the next day the headlines in the local papers said “Chavela drinking again”). All of us who were lucky enough to accompany her that night sang like crazy, but above all Chavela sang, with the mariachis we hired for the occasion. It was the first time we heard her accompanied by the original, traditional backing for rancheras. And it was a miracle, one of the many I have experienced at her side.
On her last visit to Madrid, at a private lunch with Elena Benarroch, Mariana Gyalui and Fernando Iglesias, three days before her presentation in the Residencia de Estudiantes, Elena asked her if she ever forgot the words of her songs. Chavela answered her: “At times, but I always finish where I should”. I’d tattoo myself with that phrase in her honor. I’ve seen her finish so many times where she should! That night, in the indescribable Tenampa bar, Chavela finished the night where she should, under the effigy of her beloved fellow party goer José Alfredo, and accompanied by the mariachis. The songs that she’d sung with such ferocity in the past, accompanied by two guitars, once again sounded playful and festive, where and how she should have been. That night, “El ultimo trago” [The Last Drink”] was a delicious hymn to the joy of having drunk everything, of having loved in excess, and of being alive to sing about it. Abandonment became a celebration.
Four years ago I went to visit the place in Tepoztlán where she lived, in front of a hill with an unpronounceable name, Chalchitépetl Hill. “The Magnificent Seven”, the American version of Kurosawa’s “The Seven Samurai”, was shot in those valleys and hills. Chavela told me that legend says that the hill will open its doors when the next Apocalypse comes and only those who manage to get inside will be saved. She showed me the specific place on the side of the hill where those doors seemed to be drawn.
There are lots of legends, organic, spiritual, vegetable, sidereal, circulating in this area of Morelos. As well as the hills, with more rock than earth, Chavela also coexists with a volcano with a resounding name, Popocatépetl. A live volcano, with the past of a human lover, lying in devotion before the lifeless body of his beloved. I took note of the names as they were falling from Chavela’s lips and I confessed my difficulties in pronouncing the final “ptl”. She told me that for a time women were forbidden to pronounce those letters. Why? “For the mere fact of being women”, she answered. One of the most irrational (they all are) forms of machismo, in a country that isn’t ashamed of it.
On that visit, she also said to me: “I’m at peace”, and she said it again in Madrid. On her lips the words “at peace” take on all their meaning, to be serene, without fear, without anguish, without expectations (or with all of them, but that can’t be explained), at peace. She also told me: “One night, I’ll stop”, and the words “I’ll stop” were both weighty and light, both definitive and casual. “Gradually”, she continued, “alone, and I’ll enjoy it”. That’s what she said.
Good bye Chavela, goodbye Volcano.
Your husband, in this world, as you liked to call me,
Pedro Almodóvar
August 5th 2012

 

 

 

>  Exposición VIDA DETENIDA
>  Síguenos en Facebook
>  Síguenos en Twitter